domingo, 8 de enero de 2012

beware the dog



Fue un día lleno de cosas. En sí nada de lo que pasó estuvo mal. Hubieron cosas importantes, útiles si se quiere, alguna buena noticia. Pero algo merodea, alrededor de todo eso que va pasando, y es tristeza. Me sigue de una forma inexplicable, no le doy nada, no reparo en ella, si llega la dejo estar, si se va no me alegro. No hay forma de darle una forma, que no sea la forma de perro. Es mansa, pero es insidiosa. Tiene ese enigma que encierra todo viviente, sobre todo cuando cuando aúlla. La observo, y puedo decir que tiene algo de mis propias moléculas en dosis variables: algo de páramo, de llamado recusado, algo de expectativa, algo de furia.

No importa qué hacen los otros con la tristeza. Aprendí a evitar esas preguntas. Entendí que no importa. No importa cómo ni qué hacen otros. Nada de eso es transferible. Es como mostrar un boleto de viaje vencido a un lugar inexistente, esperando que el sr de la ventanilla diga que ese es un viaje posible. Y yo ya sé, ya sé lo que me va a responder. Primero, me va a decir que ese lugar no existe. Después, si llego a insistir, que cómo sabe, que si acaso él conoce todos los lugares que existen, etc, me va a decir que aunque existiese, ese boleto está vencido. Pero un boleto vencido no es problema, le diría yo, se puede actualizar, tengo dinero, se lo pago. Y así podríamos estar, de un lugar a otro, en un movimiento pendular infinito. Ni siquiera se impacientaría conmigo, sería amable, trataría de convencerme, hacerme entrar en razones, incluso con un dejo de picardía me diría: “…ah, señorita, pero hay tantos lugares a los que ud podría ir….” Yo lo entiendo, y no quiero discutir con él, entiendo sus razones. Finalmente siempre tomo otro tren, algún tren, de esos que van a lugares que existen. En un momento el traqueteo del viaje me adormece, o me absorbe el paisaje, y ya no pienso si es mi viaje o no, me dejo llevar. No sé cuánto dura eso, ni en qué momento, haciendo caso omiso al cartel que dice “no se admiten animales” aparece el perro, como distraído, deteniéndose en el pasillo, olfateando aquí y allá, ante el asombro y la incomodidad de algunos pasajeros. Va a ser inútil tratar de explicar que yo no lo subí, que no es mío, que simplemente me sigue. “Srta, se va a tener que bajar, aquí no se admiten animales”. Yo también lo entiendo al guarda, tampoco quiero discutir con él, nadie entiende que algo que te sigue pueda no ser tuyo. De modo que no discuto, ya no discuto en absoluto, conozco las preguntas y las respuestas, el momento en que hay que bajarse, el momento de tomar otro tren, y conozco ese rato, en la estación, donde el perro y yo nos miramos, y seguimos viaje.

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