lunes, 4 de noviembre de 2019



Antes de saber leer, ya leía. Se me escaparon todas esas formas con las primeras letras. A mi  lengua vacilante le entró el aire del deletreo. Había que cortar el aire, las palabras, para conocer lo que tenían adentro. Mi nombre por ejemplo, la forma de ser llamada. A mi nombre le confiaba una unidad inquebrantable, una fuerza de captura, algo que iba a llevar siempre, incluso si me perdía. Se sabe que los niños se pierden. Es casi su trabajo, su mayor ocupación, perderse. Y qué vergüenza,  qué vergüenza madre mía no tener con qué responder. Qué vergüenza enterarse que una es de alguien, que no se pertenece, como se pertenecen los patos o las liebres. Qué vergüenza esa mujer llorosa diciendo es mía, es mía.

Tenía que hacerme un nombre secreto, algo que nadie pudiera pronunciar. Un llamado de mí hacia mí. Una forma de hacerme volver que sólo yo conociera. Que no me diera miedo. Una forma de buscarme entre las cosas del mundo, la c de casa, la ele sola de la lluvia, la d de dedal, el pinchazo de la i.

Antes de conocer el mar, dibujaba barcos y olas azules. Dibujaba corazones mientras abrazaba la pierna de la mesa con mis piernas. Aprendí a escribir, a dibujar, a amar, todo al mismo tiempo. Aprendí antes, mucho antes que alguien dijera de mí: es mía.  Antes que conociera ese acuerdo universal, ridículo, donde nadie cuida lo que no es suyo. Es muy injusto acorralar a alguien así. No dejarle salida. No se pusieron a pensar que a lo mejor somos de esa casa, de esa puerta, de las sombras que mueve el viento entrando por la ventana. Que también los cuerpos abandonan. Que están las enfermerías abarrotadas. No, no piensan. Yo tampoco pienso. Apenas presto atención al cansancio del mundo.

Extraño la letra que no manifiesta ese primer nombre secreto. El corazón cuando no se pinta de rojo. Peor todavìa: extraño escribir.