No sé bien decir si fue en el
curso de ese día, o de esa noche. Pero algo se fue gestando en mí. Una sensación.
De que las cosas pueden faltar. Que el mundo tal cual lo conociste, puede
faltar. Que las cosas que te disponen, que te hacen marchar, pueden no estar.
No por alguna indisposición del universo respecto a tu causa. Porque sí. Porque
lo que funcionaba funcionaba en un concierto de cosas. Y las cosas también
buscan su lugar en el mundo. No se están todo el tiempo ahí. Quietas. Se mueven.
Y entendí que aún así, con el
universo teniendo su período menstrual, mañana iba a tener que hacer más o
menos lo mismo que hice hoy. Levantarme. Cocinar. Entretenerme con los trabajos
de la vida. Acostarme. Amar.
Fue un descubrimiento muy
importante. Sospecho que ya lo he sentido en otros momentos de mi vida. Y que
me volví a olvidar, como corresponde.
Porque nadie quiere ser todo el
tiempo un animal suelto. También necesita sus amarres frente a esa
independencia feroz que se descubre de repente en las grietas de los días.
No es del todo una mala
noticia. Todavía no supone la muerte. (Yo asumo que una mala, una
verdaderamente mala noticia es la muerte: y no mucho más que eso)
Me dormí con la firme
esperanza de volver a olvidar todo esto pronto.
Pero también con una secreta
esperanza de que ese animal feroz que anda suelto vuelva a visitarme de vez en
cuando.
Y domarlo.
Once again.
Once again.