viernes, 8 de julio de 2011

Al plato






Para servir en la Semana de la Dulzura, que seguramente ya pasó o ya estará por llegar.
Todos sabemos las pasiones necesitan ser lavadas, descamadas, despinadas, molidas a palos, cocinadas a fuego lento, y recién allí ingeridas. Esta receta me la pasó mi querida Dra Kaiten probablemente alguna de las tantas veces que me vió atragantada violeta y a punto de morir de un acceso de furia, o intoxicada por derrame de oxitocina a gran escala. La recuerdo sosteniéndome la frente y estimulándome las arcadas frente al inodoro.
Con infinita paciencia una vez que recobraba el color me sentaba de nuevo a su mesa, y retomaba la instrucción en el punto que la habíamos dejado. Fui una alumna difícil, díscola por momentos. En su mesa aprendí algunos modales, pude manejar con torpeza utensillos inimaginables para mi nada desarrollada motricidad fina, aprendí a distinguir sabores y a escupir con disimulo.
Es cierto que tuve recaídas y que mi maestra me las dejó pasar con una fineza incalculable, haciendo de cuenta que no veía cuando me quedaba sopando en el fondo turbio de cocción en que dejábamos cocinando por horas las pasiones. Me veía salir de la cocina con los ojos amurallados y enseguida cambiaba de tema. Una y otra vez. Una y otra vez. Y ojo, no porque fuera de la escuela de “lo que no te mata te fortalece”, no, para nada. Simplemente era incapaz de intervenir violentamente en la perseverancia de otro. Un respeto pocas veces visto.
Ay! ya no más almuerzos desnudos, Doc.
Sigo un régimen improbable, por momentos soy caballo de circo con trote rítmico y cierta gracia de movimiento, por momentos yegua inyectada aguantando en la gatera.

(Pasé a contarle esto nomás, para que no me reproche desde el más allá la falta de crónicas del más acá. Si lo recibió bien, manifiéstese)