Ella hacia lo que hacemos todos, en algún momento del día, o
en los instantes previos al sueño, o en
esa franja del despertar donde todavía no nos habitamos del todo.
Y se nos
vienen encima las voces, las conversaciones truncas, las réplicas, lo no dicho.
La diferencia es que ella lo hacía a viva voz, encerrada en el baño. Así construía
su dispositivo de privacidad. Precario, claro, porque ese encierro momentáneo era
una caja de resonancia. Su voz negada por loca, por boba, se amplificaba en ese
momento como si transmitiera por cadena nacional.
La familia le tenía cierta
paciencia. La dejaba. Hasta que alguno reclamaba bueno, ya está, loca de
mierda, vamos, que necesitamos el baño. Dudo
que fueran necesidades fisiológicas las que interrumpían ese acto solitario. Creo
que era la extrema inquietud de reconocerse en alguna de esas voces que la
habitaban.
Yo nunca la interrumpía. Le hacía de campana incluso. Trataba
de desviar la atención de los otros con tal de no perderme un minuto de esa transmisión.
Porque por allí pasaba TODO. Todo lo que una niña de esa edad necesitaba para
orientarse en el mundo de la familia, del barrio. Por su boca hablaba la locura
de todos.
Nadie levantaba esas crónicas.
Yo apenas sabía escribir.
(a mi tía, Maria Estela, la gordita)