Antes de saber leer, ya leía. Se me escaparon todas esas
formas con las primeras letras. A mi lengua
vacilante le entró el aire del deletreo. Había que cortar el
aire, las palabras, para conocer lo que tenían adentro. Mi nombre por ejemplo,
la forma de ser llamada. A mi nombre le confiaba una unidad inquebrantable, una
fuerza de captura, algo que iba a llevar siempre, incluso si me perdía. Se sabe
que los niños se pierden. Es casi su trabajo, su mayor ocupación, perderse. Y qué
vergüenza, qué vergüenza madre mía no
tener con qué responder. Qué vergüenza enterarse que una es de alguien, que no
se pertenece, como se pertenecen los patos o las liebres. Qué vergüenza esa mujer
llorosa diciendo es mía, es mía.
Tenía que hacerme un nombre secreto, algo que nadie pudiera pronunciar.
Un llamado de mí hacia mí. Una forma de hacerme volver que sólo yo conociera. Que
no me diera miedo. Una forma de buscarme entre las cosas del mundo, la c de
casa, la ele sola de la lluvia, la d de dedal, el pinchazo de la i.
Antes de conocer el mar, dibujaba barcos y olas azules. Dibujaba
corazones mientras abrazaba la pierna de la mesa con mis piernas. Aprendí a
escribir, a dibujar, a amar, todo al mismo tiempo. Aprendí antes, mucho antes que
alguien dijera de mí: es mía. Antes que conociera
ese acuerdo universal, ridículo, donde nadie cuida lo que no es suyo. Es muy
injusto acorralar a alguien así. No dejarle salida. No se pusieron a pensar que
a lo mejor somos de esa casa, de esa puerta, de las sombras que mueve el viento
entrando por la ventana. Que también los cuerpos abandonan. Que están las enfermerías
abarrotadas. No, no piensan. Yo tampoco pienso. Apenas presto atención al
cansancio del mundo.
Extraño la letra que no manifiesta ese primer nombre secreto. El corazón cuando no se pinta de rojo. Peor todavìa: extraño escribir.
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