domingo, 27 de febrero de 2011

derecho al yo


Yo me creía muy subversiva porque hace tiempo había formulado un nuevo derecho que resultaría francamente emancipador: el derecho a dejar de dar explicaciones. Conforme las cosas retroceden, parece que un otro derecho toma la punta en materia de emancipación: el derecho a un yo. Los detractores del cógito, a poner las barbas en remojo...
(Lo que sigue es un extracto del libro: ¿Quien habla? Lucha contra la esclavitud del alma en los call centers. Ed. Tinta Limón)
Se loguean y reciben la siguiente llamada. La voz es ininteligible pero alcanzan a comprender que no se trata de una llamada común. Hay algo en el tono de voz, entre mecánico y animal, que la diferencia de toda otra voz que hayan escuchado en sus meses de trabajo en el call center. Luego de unos segundos de
duda logran captar dos o tres consignas (hecho propiamente humano), lo que los tranquiliza:
–Señor, cuando diga “adelante” usted tendrá la palabra. Luego usted le responderá al cliente y dirá “adelante”.
Por supuesto que esto no es suficiente para comprender lo que sucede. La primera pregunta que surge es ¿quién habla?
De algo estamos seguros: la voz no pertenece a un cliente. Es entonces que pedimos explicaciones a la voz del otro lado del teléfono. Cuando nos dice, casi como un rehén, “Señor, no puedo hablar con usted, no puede hablar conmigo”, con un tono que mezcla miedo y convencimiento, pensamos: “¿Pero qué?, ¿no está hablando ya conmigo, no estoy hablando con ella?, ¿con quién estoy hablando entonces?, ¿qué estamos haciendo acaso?”.
Una vez más intentamos dirigirnos a ella pero esta vez no habrá contestación alguna, sólo silencio... Y de repente una voz, ya no exactamente la misma. Ahora pareciera que se hubiera convertido en el portal elegido para expresar el mensaje de una divinidad idiota: “Mi computadora no andar, ayudar”, “adelante...”. Si mal no recordamos esto significa que ahora tenemos la palabra, que es nuestro turno; pero, sin saber qué decir, sin saber con quién hablar, nos quedamos callados, en silencio.
Al menos diez segundos vacilamos rumiando posibilidades. Finalmente respondemos, entregados al juego que sólo ahora comenzamos a intuir: “¿Podría darme su nombre, número de teléfono y decirme cuál es el problema con la computadora por favor?”, “adelante”. Del otro lado del teléfono se escucha a alguien escribiendo en un teclado, posiblemente repitiendo las mismas palabras que hemos dicho instantes atrás. Luego un profundo silencio... Y de repente nuevamente la voz masculla algo ininteligible. Le pedimos, le exigimos, que repita lo que acaba de decir pero nada. “Señor, no puede dirigirse a mí, tiene que hablar directamente con el cliente.”
Decidimos insistir pero es imposible: todo lo que tiene para darnos son órdenes para convertirnos en abejas. Repetimos la misma pregunta ante la negativa de repetir el mensaje
pero esta vez recibimos como respuesta: “Mi computadora no andar, ayudar”, “adelante”. Intentamos interpelar la voz en busca de explicaciones, de una pista sobre lo que sucede
pero otro vez recibimos la misma respuesta: “Señor, no puede dirigirse a mí.”
Duele no poder hablar con la voz en el teléfono, duele que seis o nueve horas por día
deban dedicarse a convertirnos en un túnel de signos idiotas que chocan entre sí. No sólo hay una ruptura lingüística, hay ante todo una ruptura afectiva. No podés acercarte a alguien
que no es nadie, que es rehén en su propia voz, que para comunicar debe paralizarse a sí misma. Aun si no es nadie reconocible (yo-tu-él), sigue ahí, sigue siendo suya la voz que
vibra, sigue habiendo una superficie delgada, frágil, vulnerable que dice algo.
Finalmente el cliente se cansa de tanta inutilidad y se despide. La voz se apresura a repetir un discurso ininteligible, agradece y desaparece.
Luego de unos segundos de análisis alcanzamos a comprender el panorama por completo: el consumidor era mudo o sordo.
Escribía en su teléfono. Este mensaje era recibido por la computadora de una chica en un call center en Estados Unidos y luego reproducido oralmente por medio del teléfono a nosotros. Hacíamos la pregunta debida, la voz escuchaba y lo transcribía por medio de una PC que enviaba la información al cliente que lo leía en una pantalla de teléfono. Luego el ciclo recomenzaba.
La voz tenía prohibido decir yo. Nosotros en consecuencia estábamos imposibilitados de decir ella, de decir vos. Tú o vos no era la voz, era el cliente. Ella era la voz del cliente.
Nosotros la voz de la empresa. Nadie hablaba por sí, todos hablaban por nosotros. “Qué va de mí si en mí todos hablan.” El yo –el cogito– es reinventado. Se le dice: “sólo podrás aparecer para hacerte desaparecer”, “sólo estarás ahí para no estarlo”. El yo sólo puede aparecer para anularse.
Doble pensamiento, doble vínculo: ““Sólo estarás ahí cuando el otro piense que estás ahí para comunicarle su error, para corregirlo e indicarle que en realidad no estás, que no sos
vos, sino el otro, el consumidor quien habla a través de vos”. “Vos no sos vos, sino el cliente” piensa la voz. Ni vos ni yo existe.
El yo es soberano y súbdito, rehén y secuestrador.
Ella no puede hablar. Ella no existe. Luego de un tiempo tanto ella como vos dejan de ser enunciables. Sobrevive sólo el vos (consumidor), el nosotros (teleoperadores de MSN).
Las luchas por el derecho al yo, al cogito, sin duda son ¡¡¡una nueva clase de lucha!!!

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