domingo, 17 de junio de 2018

ensayo general


De mi padre recuerdo el silencio. Alguien dijo que sí me quería, que cuando yo no estaba. Hasta entonces, no tenía una pregunta por el amor. Después, escuché todas las cosas que dicen las personas sobre los padres, la forma lastimosa de cubrirlos, elevarlos, sacudirlos, llevarlos en andas, hacerlos marchar. 
Fue entonces que tuve un-padre-en-falta. Y todo ese esfuerzo. Desarrollé como todo el mundo, una sentimentalidad, una pregunta.
Antes él era un hombre que vivía en mi casa, atendido por mi madre, uno más. La última vez que se puso ruin conmigo, lo atendí. Inmisericorde, con toda la ferocidad de la que fui capaz, lo destapé. No me defendí. Lo destapé. 

Anoche tuve un sueño. Manejaba un auto por un camino de sierras. Pero no había un camino. Me daba vergüenza equivocarme el camino. No sé cómo se equivoca lo que no hay. De quién era esa vergüenza. Detengo el auto al borde de unas piedras. En ese momento, siento la pendiente, intuyo el precipicio. Detengo el auto, hago bajar a la gente, advierto a los que vienen detrás: no se puede seguir más por acá. El único hombre de la caravana dice: hay que llamar a la policía. Y me pasa un teléfono muerto. Después, en la comisaría con mis amigas, se preparan a tomarnos la denuncia. Sacan formularios y empiezan las preguntas. Yo me enfurezco, ninguna de las formas habla de lo que pasa. Le estoy diciendo que casi nos caemos, grito. Y recién ahí, mis amigas y yo, empezamos a llorar. Lloramos porque sabemos dónde está el peligro, lloramos la vida en rosa, la vida en riesgo. Lloramos la alegría de lo que cae. Lloramos haber elevado guías, dioses, padres, caminos. Lloramos de puro nuevas, de puro alumbradas. De puro vivas.

No hay comentarios: