Estoy orgullosa que finalmente alguna transmisión familiar
haya hecho marca en mí. Se trata de un gusto que me emparenta a mi tío Marcelo,
“el loco”. El gustaba de contar historias fantásticas a la familia. Podía ser
alguna anécdota que había sucedido en el día, a él o a otro, una noticia que
escuchó por la radio, alguna charla a la que llegaba tarde y de la que
necesariamente quedaba fuera. Quedaba medio fuera, porque él buscaba entrar,
atravesado, a presión, de alguna forma. La vida y las experiencias de los otros
le evocaban siempre, se vé, alguna vida posible suya, distante, distinta,
pasada o futura. Así que algunas veces entraba apurado por el largo pasillo del
departamento donde vivía con mi tía, con el solo fin de contarnos algo. Con su media
lengua extranjera esa que se habla en el pais de la tartamudez extrema. Empezaban
los esfuerzos de todos por tratar de entender. Pero dónde pasó eso Marcelo? En
la tele? En la radio? Si no acertábamos rápido crecía la desesperación por
contar. Y su lengua se volvía una metralleta inmanejable que disparaba 20 medias
palabras por segundo. Sin dar en el blanco. Todos veíamos el océano que se abría
cada vez más profundo entre su continente y el nuestro. El, su país, siempre al
límite del separatismo. Alguno que en la desesperación trataba de oficiar de
traductor al resto era bienvenido. Los ojitos le brillaban a Marcelo con la
ciega esperanza de hacerse entender. Hasta que parte de la traducción fallaba y
él saltaba y volvía a su denodado esfuerzo de contar él.
El cansancio se apoderaba de todos. La audiencia se empezaba a dispersar.
Finalmente él también, exhausto, resolvía el asunto con un gesto de fastidio. Alzaba la mano como
diciendo andate a la mierda. Qué importa que pasó, dónde pasó, cuándo pasó.
“Mi contá”.
Su
gran aporte a la familia fue esa frase. Todos alguna vez en los extravíos de la
lengua, apelamos a su frase. La que resolvía y zanjaba y daba por finalizada ese
infierno de la comunicación.
Algo así como: “a mi me contaron”.
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