
Rencillas que no llegan a batallas. Gente con su pequeña monstruosidad a cuestas. Pagando caro, demasiado caro, la posibilidad de deshacerse de las escamas, de las plumas, de la piel. Estigmas que indefectiblemente aparecen con alguna noche de luna llena. Como si no alcanzaran los escarmientos de princesas encerradas en torres por largas temporadas, buscan su propio encierro –spa- esperando algún ángulo de luz favorecedor para salir al mundo. Torpes en su afán de perfección, normópatas obstinados por hacerse de algún way-of-life que con su regularidad aplaste cualquier levantamiento. Sin embargo, la noche sigue siendo ese territorio liberado. Donde no hay way-of-life que te salve.
Desde otro confín de la experiencia, un pequeño me revela que el mejor lugar para pelear con los monstruos es en los sueños. Avezado y valiente guerrero él, me confiesa su truco para exorcizar al miedo. “Probé muchas formas –reconoce- pero la que mejor funciona, -después de haber peleado mucho- es cuando el monstruo te va a atrapar, le decís “bueno” te entregás y te dejás morir”. Asegura que siempre que lo hizo así, aparece despierto del otro lado. Él armó una salida, pienso. “Yo me hago amigo de los monstruos”, me confiesa.
(sacudía las sábanas esta mañana, y comprobé que había sido parte de alguna revuelta nocturna de la cual no me quedaban imágenes ni sensaciones. Apenas una pluma que vuela con el sacudón y aterriza despacio de nuevo entre las sábanas. No estoy segura de las dimensiones que tuvo esa la batalla. Pero amanecí de este lado, despierta. Y según mi pequeño amigo, eso no es poco)