Raro, rara. Yo no conocía, no conocía bien. Conocía la
molestia a través de sus ojos, su andar apurado y laborioso su trajín diario empujándonos
a todos. Yo no conocía y me imaginaba que era tanto su ajetreo tanto la casa el
trabajo los chicos el marido. El marido. También el mirar al marido. Con
rencor. Vago un vago sin aspiraciones. Y ella, ella tan fuerte tan decidida tan
soñadora. Ella con las revistas de moda. Ella con las revistas de decoración. Y
las casas. Las casas con cosas adentro: muebles, adornos, y familias dibujadas:
mujer feliz horneando bizcochuelos marido feliz asando en una parrilla
eléctrica, niños jugando en el patio. La revista dibuja una casa y la casa dibuja una
vida, y entonces, la nube. La nube en sus ojos, proyectando esas imágenes sobre
todo y sobre todos. Y la distancia. La distancia enorme. Nosotros tan poco
soñados. Tan parecidos a cualquiera.
Ese día -que no recuerdo cual- de ese año -que no recuerdo
cual- abrió los ojos y estaba en el hospital. Ya se perdía. Ya estaba entre el
sopor y los sueños de la morfina. Se habrá disipado la nube pensé. Abrió
los ojos cuando yo entré a la pieza.
-Hola mamá.
-Y tu hijo? Y tu marido?
-Están viajando. Vienen en camino.
Cerró los ojos con fastidio. La vida es un abrir y
cerrar de ojos. Una nube pasajera que dura el sueño de una vida. A lo mejor
llegamos en mal momento. A lo mejor todos llegamos en mal momento al sueño del
otro. Y a pesar de que hacemos ruido, de que la vida es una batahola infernal un
malambo furioso, a veces, no alcanzamos a despertar.
Crucé las sierras manejando mi auto en dirección opuesta a
la que había recorrido unos días antes. Escuchaba la radio. Era un día
luminoso, despejado. En la radio, la locutora decía también que era un día
despejado, sin nubes.
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