La niebla lo va derrotando todo: la montaña, el precipicio,
la banquina, el camino. Me concentro en esas dos o tres líneas blancas que dividen
la ruta por la mitad. Pisar las líneas blancas con la rueda izquierda. No mirar
lo que no se ve. Sólo lo que puedo ver. Tengo miedo, entonces hablo.
Le hablo al chico que va dormido en el asiento de atrás. Le
hablo porque tengo miedo de que se despierte y no me vea. Entonces le hablo.
Para cuando la niebla se haya tragado
todo, poder seguir la voz.
Veo la luz de unos faros que nos siguen de cerca. Ya somos
dos. Al rato, los faros traseros de un auto que nos precede. Ya somos tres. La hebra
de una montaña. Un paisaje de cornisa. Una caravana. Cuentas brillantes de un
rosario. El camino serpentea. Engarzados por un hilo de voz.
Más
adelante, en el parador, la gente se ríe, conversa, saca fotos. Mastico una medialuna
y me quemo con el café con leche. El chico se aplica a un alfajor de maicena, hace monerías hablando con la boca llena. Luego
la familia nos recibe y nos pregunta cómo estuvo el viaje. Siento cada nervio
de cada brazo cada pierna y digo bien, un poco cansada. Duermo. El cuerpo se
sacude los nudos en breves temblores. Sueño con lo mismo: la montaña. El hilo
de voz es una cuerda destemplada. Y todo progresa, avanza. Directo al precipicio. Como debe ser.
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