Por entonces
no sabía decir qué no me gustaba del pueblo.
Si el modo de todos hablando de todos con sospecha. Si la vida puertas adentro
de la familia y la hostilidad con todo lo extraño. O tener que parecerse al
hornero y a las hormigas trabajadoras y nunca a la cigarra.
Los Visconti
y su lamento te arruinaban los domingos en la radio. Mis tías aplaudían el comunicado número uno y los que
siguieran ¡con un entusiasmo!, porque los hombres de uniforme y botas eran
fuertes y malos y sabían manejar a las mujeres con un grito como su padre ¡esos
eran hombres carajo! ya van a ver ya van a venir las botas y van a ver.
A mí me daba miedo saber que yo nunca iba a poder sentir así. Que me había sido negado el sentido de esa pertenencia. Al final yo era una chica rara, a la que no le gustaba la casa, ni la familia, que se sentía mejor con los extraños y quería irse lejos de ahí. Yo no podía explicar nada de esto. Todo lo que tenía era una gran experiencia de disgusto. Pero yo atesoraba ese disgusto. Lo tallé hasta hacerlo filoso. Como un arma. Después de más grande lo escuché a Charly cantando que los amigos del barrio pueden desaparecer. Y sus canciones hicieron algo tremendo. Abrieron un pasaje del disgusto al gusto. Yo era amiga de algo que todavía no conocía. Tenía amigos que estaban en otro lado al que yo iba a llegar más tarde.
3 comentarios:
Como usted lo dijo, Perorata, abrir un pasaje del disgusto al gusto suena tremendo. Pero es necesario hacerlo.
¡Ese es el camino!,
llenar con vida (como se pueda) tantos espacios vacíos.
Hacer de algo tan horrible y particular, algo colectivo, que sea visible para los demás.
Y que dé gusto.
E
gracias, E
De nada.
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